Brasil fue el último país de América Latina en abolir la esclavitud, después de haber sido el mayor importador esclavos africanos de latinoamérica desde el siglo XVI. También es uno de los países que más hace alarde de su «mezcla y diversidad racial». Con motivo del centenario de la abolición de la esclavitud en 1988, la Universidad de São Paulo llevó a cabo una encuesta en la que el 96% de los entrevistados declaró no tener prejuicios raciales, mientras que el 99% dijo conocer a alguien que sí los tenía: «Cada brasileño se siente como una isla de democracia racial rodeada de racistas de todas partes.»
Las fotografías del álbum familiar de una niña afrodescendiente nos invitan a participar en un juego que evoca la infancia y la vida cotidiana de una persona promedio. Un tweet de 280 caracteres es suficiente para desnudar el cuadro de las maravillas brasileñas, transformando al espectador en un interrogador que se enfrenta a banalidades brutales y a una deshumanización fatal del otro, en el presente. Ya bien entrado el siglo XXI, Internet reestablece una realidad cotidiana que muestra el increíble poder de la «historia única» y el legado de sus creadores o divulgadores, al pasar a formar parte del imaginario colectivo, con su gradación de tonos y autodefiniciones. Omnipresentes, a pesar de los gestos simbólicos que pierden su significado y acaban siendo meras excusas, justificaciones. Lo aberrante se ha convertido en algo natural y aceptado.